abril 01, 2012

An-estética de la embriaguez...

La ciudad es una creación humana, que ha terminado por desbordar y hasta someter a aquellos que más que construirla, la engendraron. Es un medio ambiente artificial al que hemos dado ser para estar “protegidos” del exterior, de la amenaza de quedar expuestos a la intemperie y llevar cómodamente a cabo una gama de actividades, desde aquellas que nos impone la naturaleza como seres vivos a las más extravagantes que podamos inventar. Sin embargo, se precipita aquí la antigua incognita… “¿quién vigila a los vigilantes?”: el medio urbano que nos debe dar cobijo y seguridad se ha tornado por sí mismo en un nuevo yermo, una nueva tierra de nadie donde acaso la única tranquilidad pudiera hallarse dentro de la cuatro paredes de nuestra vivienda. Y eso tampoco es una garantía.

La ciudad es una selva, se dice con mucha más razón de la que podríamos pensar. Es un cúmulo de vivencias y experiencias de miles o millones de personas, dependiendo de la ciudad, que llegan a nosotros como una gama de estímulos variada: olores de todas las procedencias, colores en todas las tonalidades, luces de cien variedades distintas, voces de seres vivos como de objetos inanimados que se expresan con un millón de timbres correspondientes a otras tantas emociones. Basta que uno se sitúe en el paradero más cercano, afuera de una estación del metro, en el punto donde un mercado se ubique cerca de una gran avenida…


A veces, puede parecer extraordinario que un cerebro humano pueda absorber semejante bombardeo sensorial (y hasta extra sensorial) sin perder lo que en términos simples conocemos como “cordura”. Pero no hay que subestimar la capacidad de supervivencia que posee nuestro organismo. Tendiente a la adaptación como la mayoría de las especies que gracias a ello hoy habitan este planeta, intenta adaptarse en su posibilidad a ese incontenible torrente de percepción. Quizás pudiera venir a cuento los testimonios de aquellas personas que al ser mordidas en pleno océano por un tiburón relatan haber sentido ser ferozmente sacudidas, pero no el atroz sufrimiento que significarían miles de terminales nerviosas destrozándose entre los dientes aserrados del escualo. El cuerpo es muy sabio.


 
Esta desconexión, esta narcosis, como la llamaría Walter Benjamin, sería producto de éste mismo mecanismo, en la misma proporción que es producto del desbordamiento de los sentidos desde el exterior por los incontables estímulos que reciben. La ciudad produce en el organismo del ser urbano un efecto anestésico. Es la actitud blasé, mecanismo de defensa ante la naturaleza abrumadora del mundo exterior en el medio urbano, así lo sugiere el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel. Benjamin extrae otra figura, cuyo comportamiento, a diferencia del blasé que se disuelve en la muchedumbre, tiene como punto de partida la auto-marginación de la naturaleza masiva y sensorialmente agresora de la ciudad. Este, el fláneur actúa, gracias a su capacidad de esteta, como un observador del acontecer de ese mundo del que se ha marginado. No se pierde en él, siempre conserva la perspectiva.

Es justamente la incapacidad de mantener la perspectiva (pues el agotamiento, el estrés y muchas otras preocupaciones convierten la actitud blasé en simple y llana apatía) lo que impide que contemplemos no solo en su completa dimensión a nuestras ciudades, sino que nos regocijemos de todos los pequeños detalles que pasan completamente inadvertidos (“sucesos tan pequeños y rápidos que apenas se podría decir que ocurrieron”) ya que es la suma de miles de millones de detalles instantáneos los que conforman la vida de un individuo y la vida de una ciudad.

No podremos resistir la tentación de volcarnos hacia la postura del fláneur, y por ello es que hemos comenzado todo este argüende, autonombrado blog…


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